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domingo, 1 de octubre de 2017

Muerte en una España convulsa

Este viernes asistíamos, en el útero de Gistredo, al entierro de la madre de buenos amigos. Y eso nos ha entristecido. Lo digo en plural porque no es sólo mi sentimiento sino el de mucha gente que conocía y quería a Angelita, una mujer que vivió por y para su familia, para sus hijos, una vecina ejemplar, buena gente. 
Y cuando fallece la buena gente, uno se queda con mal cuerpo, con la emoción abatida, con la sensación, una vez más, de que el invento dios (¿por qué no podría ser una diosa en el cristianismo?) es una quimera, una tomadura de pelo, porque ni dios ni diosa querría, en su buen hacer, que una persona, sobre todo si es buena (tal y como entendemos ese término en nuestra cultura) se fuera cuando aún podría vivir unos años más, disfrutando de su gente más querida, porque de la muerte no nos salva ni dios, acaso porque la muerte es la única certeza que tenemos, la única cruel certeza. 
Cada día creo menos en farsas. Cada día me estoy volviendo más descreído. El rollo religioso es eso: un rollazo. Pero uno acude a los funerales como acompañamiento, para arropar a los familiares. Por fortuna, en esta ocasión la misa la ofició José María, el que fuera cura en Noceda hace unos años. Un hombre a quien tengo estima porque, más allá de ser cura, me parece una persona cercana, acogedora.  
Siento que el tiempo vuela, que sólo tenemos esta vida para poder saborearla (sobre todo ahora que León está llamada a convertirse en capital gastronómica de España, ojalá se cumpla). Sólo tenemos ésta. Y lo demás son cuentos inverosímiles. Así que la tristeza se ha adueñado, una vez más, de los corazones de la gente de Noceda del Bierzo, que, a este paso, quedará despoblada en un horizonte no muy lejano, en menos que canta un gallo. Aquí, como en los cuentos del mexicano Rulfo, todo es muerte y fantasmagoría. La alegría se muestra por cuentagotas. Y ni siquiera. Bueno, me consuela que, este finde, nos hayamos visto y reunido algunos grandes amigos. Unos paseos y unas charletas al amor de unas cervezas y unos pinchos son momentos agradables, que mitigan en cierto modo el dolor por la muerte de un ser querido, como es la madre de Raquel, Ricardo, Alfredo y Carlos, a quienes les mando todo mi afecto. 
Todo este sufrimiento (aunque me resisto a ver la vida como valle de lágrimas, a ver la vida como un drama, que también lo es) en el marco de una España dividida (este país, o como se quiera llamar, no tiene arreglo, miedo me siguen dando las huellas sangrientas y fratricidas de la Guerra Incivil y aun la posguerra). Y pena, mucha pena, lo que está ocurriendo en Cataluña. Se redobla la tristeza por los centenares de heridos (quizá algún muerto también, no lo sé) en el día de hoy. La violencia no engendra nada bueno, salvo más violencia. 
Por eso, la risa, el humor, es fundamental para ver la vida con otros ojos, para relativizar, la risa como algo que puede cambiar las cosas, asegura Mari Cruz García Rodera, paisana de Folgoso de la Ribera, fundadora de la primera escuela de Risoterapia en Barcelona a nivel mundial, tal y como recoge la magnífica periodista Mar Iglesias en una entrevista que publica hoy mismo La Nueva Crónica. 
Pero qué difícil resulta reír (incluso sonreír) cuando el mundo se tambalea (ya sea por malas gestiones políticas, gubernamentales, como bien sabemos, ya sea por huracanes (pobre Cuba...) o terremotos (qué pena, Mexiquito lindo y querido, cuánto lo siento, cuánto siento que te vengas literalmente abajo, con tanta gente muerta y herida). Y no digamos si arrojamos la vista a África, ese continente en permanente conflicto, asolado por la hambruna y las enfermedades, en manos de corruptos al por mayor. El mundo entero está hecho un asquito. Y ante tal panorama no resulta nada fácil hacer corazón de tripas (o viceversa). Y nuestra risa (y sonrisa) se quedan a menudo congeladas al sereno escarchado de estos tiempos de posmodernidad y barbarie, muerte y nacionalismos, religiones absurdas y políticas surrealistas... al final, es el pueblo el que recibe las hostias, aquí y allá, mientras los peces gordos se relamen los dedos en sus poltronas. Un absurdo kafkiano (la propia vida se revela absurda por instantes, y Kafka era un tipo de una extraordinaria lucidez) que no es capaz de arreglar ni dios bendito. Ni confesados nos salvamos de la quema. 

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