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miércoles, 11 de junio de 2014

La fatalidad



Foto: Manuel Cuenya

Fermín con su editor Paolo en la presentación de 'La fatalidad' en Ponferrada

El narrador y poeta cacabelense Fermín López Costero acaba de obsequiarnos con un poemario cuyo título, ‘La fatalidad’, ya nos introduce de lleno en los entresijos de esta vida, donde en ocasiones la desgracia se impone como una apisonadora que aplastara con su fuerza infinita lo que se le ponga por delante, y aun por detrás. “La fatalidad me visita todas las noches./ Transfigurada en un individuo idéntico a mí”, escribe este especialista en microrrelatos, deudor de maestros como Max Aub o Arreola, que en esta ocasión –antes lo había hecho con otro poemario dedicado al monasterio de Carracedo- nos ofrece una visión estremecedora del mundo en que vivimos. Son los suyos poemas impregnados de reflexión, que casi siempre nos sacuden las entrañas y nos hacen tomar conciencia de nuestra realidad, tal vez porque “vivimos en los márgenes del tiempo” o quizá porque “la mirada del hambre es inmensa… inabarcable, como el dolor de espíritu… Qué fragilidad, la de esta vida nuestra tan esquiva!”.

Amigo y hermano Fermín, compañero de tantas batallas -sobre todo en otros tiempos, cuando uno acababa casi de aterrizar en este Bierzo, que tan insólito me resultaba-, tu fatalidad me ha sobrecogido. Hay versos y hasta poemas enteros que calan hondo, como ‘El indigente’, que desprende, “con los aullidos del hambre/ cociné sopas de hiel”, un aroma al maestro Gamoneda; ‘Entre la inmundicia’, que huele a sociedad basura, o bien ‘El delirio’, que me hace recordar, con su “carroza fúnebre”, el inicio de ‘Persona’, de Bergman, incluso ese “aullido de los lobos/que transitan por la estepa del tiempo”, con “La Muerte, en lo alto del cerro”.
Esa claridad enfermiza, esa luz tísica, ese cendal urdido con excrementos, las hojas abrasadas de los tilos, una flauta fabricada con la tibia de un ahorcado o los bolsillos repletos de sueños son imágenes poderosas que nos despiertan del letargo.
Tu labor de orfebre de las palabras, así como tu devoción por cuentos breves y aun por las greguerías, también aflora con lucidez en tus versos: “el odio es el fuelle/de un acordeón,/lacerado por el reproche” o “la tristeza es un beso aplazado,/encerrado –¿para siempre?- en una ampolla de cristal”.

Y, para finalizar, te diré que tu poema ‘La escuela’ me ha devuelto a mi infancia porque tu escuela es mi escuela, la de quienes vivimos una época como de otrora, “arrodillados y con los brazos en cruz,… desarbolados por el miedo”. Qué terrible. A veces la realidad, casi siempre, supera cualquier ficción, porque somos lo que recordamos, o mejor dicho, lo que olvidamos. 

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