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lunes, 28 de febrero de 2011

No amarás, de Kieslowski


Como dije, cuando escribí a propósito de La ventana indiscreta, de Hitch, siento devoción por No Amarás, del director polaco Kieslowski, que nos deleitó con esa magnífica trilogía dedicada a los colores de la bandera francesa: Azul, Blanco y Rojo, y cuyas bandas sonoras compuso el genial Preisner. 

Krótki film o miłości, que así se conoce a No amarás en versión original,  es una ampliación del sexto episodio (y una variación sobre el sexto mandamiento "No cometerás adulterio") perteneciente a El Decálogo, compuesto para la televisión por el propio Kieslowski, aunque el final para la peli está cambiado con respecto al final para televisión.

No amarás, al igual que La ventana indiscreta, se desarrolla en un vecindario, en este caso de Varsovia,  y también nos muestra cómo un jovencito huérfano (supongo carente de afectos) se dedica a vigilar, a través de un telescopio, a  una sensual señora.

La historia nos cuenta cómo un voyeur o mirón, llamado Tomek,  aprovecha la noche para fisgonear a la bella Magda, su vecinita de enfrente, a quien espía con su telescopio, cual si estuviera visualizando un peep show gratuito, hasta que llega un momento que, de tanto espiarla, y ver que ella no es correspondida como se merece por sus amantes noctámbulos, Tomek la llama por teléfono para escuchar su voz, le manda falsos avisos de Correos -donde trabaja él-, incluso se hace repartidor de leche para verla, mientras sigue acarciciándola con la mirada, deseándola con todo su espíritu.

Una noche, Tomek opta por el silencio telefónico, pero a la siguiente le explica (a su amada del alma) que la está viendo, que la tiene controlada, que la ama... La espléndida Magda se enfurece -aunque todo apunta a que saciará sus gustos, poniéndosele a tiro de tele-objetivo-, se lo cuenta a su amante, al que está con ella en la cama en ese momento, quien también se pone bravucón y sale a la calle para retarlo e invitarle a que salga de su guarida. El joven, decidido, sale a la calle, y sin oponer resistencia, se deja golpear por el señor amante de Magda.

A partir de ese momento, la espectacular Magda comienza a interesarse por el joven mirón. Y es entonces ella quien pretende consolarlo. “¿Quieres besarme? ¿Quieres hacer el amor conmigo? ¿Qué quieres de mí?”, le interroga. “La quiero, la amo”, le responde el muchacho. “¿Qué sabes tú lo que es el amor?”, le espeta ella, con la sonrisa en los labios. Al final, el jovenzuelo se enamora locamente de la erótica señora, pero ésta, maleada y aun habituada a que el amor se resuma a un polvo, nomás,  lo trata como a cualquiera de sus amantes, dejándose tocar los muslos, la entrepierna (escenas de gran y precioso erotismo), mientras él permanece sentado, vestido, sin que en ningún momento se lleve la mano a  su bragueta, ella se deja sobar  hasta lograr que el muchacho "se venga". “Esto es el amor, el amor es un orgasmo”, le dice más o menos ella. Ante lo que él reacciona de un modo impulsivo, abandonando con premura la casa.

El joven e idealista voyeur acaba cortándose las venas, precisamente por amor, y aunque se repone del intento de suicidio, ya nada será como antes. Así es la vida, incluso en la ficción. Qué terrible.

Ésta película, al igual que La ventana indiscreta, es una reflexión sobre el cine mismo, donde los espectadores miramos al joven voyeur, que a su vez espía a la mujer.

No os la perdáis, os encantará.

miércoles, 23 de febrero de 2011

La ventana indiscreta


Mañana viernes, día 25, cita con Hitch, a las 20h15, en el Benevivere de Bembibre. Os esperamos.

Considerada por algunos como una de las mejores películas de Hitch -no en balde estuvo nominada a los Óscar en varias categorías, como la mejor dirección, guión, sonido y fotografía en color (superada y mejorada, ahora sí, la iluminación de La soga, con la que el maestro del suspense no había quedado satisfecho), La ventana indiscreta se nos revela como la expresión más pura del cine, como nos revela su propio director.

Por una parte, tenemos al protagonista, un fotógrafo profesional inmovilizado, con una pierna escayolada a resultas de un accidente, recluido en su apartamento que mira hacia afuera; por otro lado, se nos muestra lo que ve este hombre (a través de prismáticos y el teleobjetivo de su cámara, con singulares planos subjetivos, lo que nos hace partícipes, como si fuéramos los espectadores quienes miráramos) y finalmente se nos enseña cuál es su reacción ante lo que observa. Algo parecido a lo que nos contó el maestro ruso Kulechov en su famoso experimento, que llevado al terreno de esta peli sería: vemos un primer plano del prota, su actor fetiche (James Stewart), que mira por la ventana (indiscreta) y ve un perro que alguien baja al patio del vecindario en un cesto, volvemos a ver a Stewart sonriendo. A continuación, en lugar del chucho que baja en el cesto, vemos a una chica desnuda que se retuerce ante su ventana abierta; volvemos al principio de la secuencia: entonces vemos el mismo primer plano de Stewart sonriente  y... puro efecto Kulechov, que nos revela la importancia del montaje cinematográfico, o el arte de sugestionar al espectador, y aun de hacerle desear lo que quiere el director. El deseo del ser humano es el deseo del Otro, que diría el psicoanalista Lacan. 
Se nota que Hitch estaba bien familiarizado con el cine soviético y los planos dialécticos, los planos-choque, etc., tan propios en las pelis de Eisenstein, discípulo de Kulechov, que logran involucrar al espectador como alguien activo, como un ser pensante, que a la vez consigue emocionarse con lo que está viendo.  
El prota es un voyeur o mirón, cuya pulsión escópica o deseo de mirar lo lleva  a observar las intimidades de su comunidad de vecinos, y en especial se centra en uno de ellos, cuyo comportamiento le resulta harto extraño.
Como está sujeto a una silla de ruedas, se distrae mirando a sus vecinos -algo habitual en nuestra sociedad de cotillas, también en la americana, a tenor de la peli- como si estuviera viendo la cinta real de la vida, fisgando las conductas de unos personajes (cual si fueran monos de feria en un Gran Hermano cualquiera), desde una solterona y un compositor hasta una bailarina o una pareja de casados cuyas disputas son cada vez más violentas, hasta la misteriosa desaparición de la mujer (aquí se podría hablar de la influencia de esta cinta en Misterioso asesinato en Manhattan, de Allen). A partir de ese momento, el prota (Stewart) convence a su novia (la espléndida Grace Kelly, que luego llegaría a ser princesa de Mónaco)  para que le ayude a desentrañar el entuerto. En el fondo, cada ventana (indiscreta) y cada mirada, que acaba siendo acariciadora, le proporciona al prota (y por ende a nosotros, los espectadores) la posibilidad de un relato sobre cada uno de los personajes.

La obsesión de Hitch por tener todo bajo control le lleva, una vez más, a rodar en estudio, después de un intento fallido de rodar en exteriores y quedar descontento con la iluminación obtenida, con la consiguiente construcción de un gran decorado, tanto del apartamento como las viviendas de sus vecinitos y vecinitas de enfrente. 
Se me antoja que esta película es una referencia clave en No amarás, de Kieslowski, por la que siento verdadera devoción, y en la que vemos a un joven espiando con prismáticos a la vecinita de enfrente porque le resulta atractiva. Ver sin ser visto, como en los antiguos peep shows (véase la poderosa secuencia de París, Texas, de Wenders, entre Travis y el personaje interpretado por la mágica Nastassja Kinski).
Creo que fue Hitch, a él que le apasionaba mirar, quien aseguró que nos hemos convertido en una raza de mirones, interesados -me atrevería a decir- más por las vidas ajenas que por las propias, quizá porque somos unos perversos o bien porque nos produce morbo. De ahí que funcionen tan bien programas como el Gran Hermano, entre otros. 
En realidad, Hitchcock, a través de la humorística enfermera que atiende a Stewart, es quien dice eso, tan bien traído, de somos o nos hemos convertido en una "raza de mirones", y en su afán moralista añade: "lo que deberíamos mirar es nuestra propia casa". 
"¿Merece la pena perder un ojo por una rubia como ésas en bikini?", le previene la enfermera al escayolado.
Ahora que recuerdo, a los holandeses no les preocupa ni les importa que los espíen porque no utilizan persianas ni siquiera cortinas en las ventanas de sus casas.  

viernes, 18 de febrero de 2011

¡Ay, amor, un botelo en mi plato!

Recupero este texto, escrito hace años para el Diario de León, y reescrito ahora para la ocasión. El próximo finde, sábado 26, se celebrara por todo lo alto (supongo) el Botillo en la capital del Alto Bierzo, en el flamante edificio Bembibre Arena, que se inaugurará hoy mismo, a las siete de la tarde, con la presencia del carismático Chaves. No os perdáis la cita con el Botillo.


"En asomando San Blas/las madres Carnestolendas", escribe  Luis Quiñones de Benavente. Sí, amiguitos y amiguitas, es tiempo de carne y carnalidad. Es tiempo de butillo, butiello, botelo o simplemente botillo. A vuestra elección. Elegid la palabra o palabrín que más resonancias atesore en sus adentros, y la que más saliva os procure, porque segregar saliva es signo evidente de apetito, como vino a demostrarnos el señor Pavlov en unos experimentos que no ha menester explicar aquí y ahora. 

Es tiempo de botelo, "eiquí" y "eillí", que dirían en mi pueblo, sobre todo en este Bierzo al que le gusta meter en adobo las carnes de cerdo. Pues, venga, aderecemos el botillo con el rojo y picante pimentón (tan propio de Ponferrada, otrora capital piementera, hoy perfilada como Ciudad de la Energía). Condimentemos el botillo con el rojo libídine para que le dé vida y colorido excitante, amoroso, así como un característico sabor ancestral, que nuestro nutriente matrio (el botelo) quede realzado con la poesía del color y sabor, que tanto nos eriza los huesitos de la alegría y acaba poniéndonos... los ojos como platos, golosinos perdidos.

Haylos y haylas a quienes, nada más ver un botillo en su punto, se le encarnan los ojitos, pues estos también comen con la mirada, incluso lamen ("lamben", que se dice por ende), soban y magrean en su mirar atrevido y glotón, y hasta devoran aquello que seduce y embelesa: ese encendido cuerpo de amor y frenesí. Aunque, para no hacernos la lengua un lío y la boca una alpargata, un botillo no nos consuela y aun satisface al completo sólo con arrojarle una ojeada, ni siquiera con olisquearlo, sino que amerita de unos buenos mordiscos y dentelladas en sus entretelas, y si es posible, y podemos permitírnoslo, en todo el entresijo de su intránima (acaso no sabíais que también el botillo tiene alma), que en el masticar está el gustirrinín y el meollo del asunto.

Un Botillo a tiempo, en mayúscula calidad, bien servido y acompañado de cachelamen y amorosidad hace que nos sintamos dichosos.

Es la boca, quizá, esa factoría artesanal donde se trocean y moldean a nuestro antojo nobles vituallas, comestibles, a veces, de incalculable valor, como lo es el plato estrella del Bierzo en este (o en otro) restaurante de las palabras, que aderezamos, eso sí, con entrega y pasión, porque uno ya ha sido cocinero y amante antes que fraile o flayre, que de este último modo aparece escrito en el Libro del Buen Amor,  incluso lo dicen los paisanines y paisaninas, y a este menda le parece chistosito.

Es en la boca, tal vez, donde se saca punta y lanza a la belleza de los alimentos, porque la belleza será siempre comestible o no será, como nos dijera el divino Dalí en un texto publicado en la revista Minotaure, titulado o intitulado "De la beauté terrifiante et comestible".

A partir de ahora se podría hacer del botillo un fetiche culinario, artístico, al cual podríamos  rendir culto cual tótem de la tan cantada y laureada gastronomía berciana (léase, por ejemplo, El Bierzo y su gastronomía), como el surrealista Dalí hiciera con algunos objetos-alimentos en su casa-museo de Figueras (que bien se merece una visita).

Propongo que en Bembibre, la tierra por excelencia de los embutidos botilleros, junto con Molinaseca, se construya el monumento al Botelo. Como en su día se hizo en Molina. O mejor dicho, ssugiero que se vuelva a recuperar el certamen literario en honor de tan preciado embutido. Manos a la obra y que todo salga a pedir de boca.

El Botillo, que ya se conoce allende nuestras fronteras (y que también se degusta en los Trás-Os-Montes portugueses), llegará a ser universal. Y algún día los marcianitos se rechuparán los dedos -suponiendo que los tengan- y se les caerá la baba de inmenso placer desbocado sólo con asomarse a un botillo cocido con repollo y cachelos de El Codesal de Noceda.

Salud y gozo, estimados carnalitos y carnalitas, y bon appétit, que dicen los gourmets franchutes. ¡Que apetito nunca nos falte, porque teniéndolo, no habrá en el mundo botillo que se nos resista! Eso lo saben hasta los eclesiásticos del Vaticano y todos los cofrades que deambulan por el mundo "alante". O sea que, una vez más, manos y dientes al botillo, o lo que haga falta.

No nos demoremos y zampémoslo antes de que llegue la señora Cuaresma con la rebaja, y a lo peor se nos corte de cuajo la digestión, sólo con verla a ella, tan escuálida y casta, que esta doña es harto mandona y cativa, amén de "flaca, magra e vil sarnosa", según el Arcipreste de Hita.

Ya sabéis que la doña Cuaresma no quiere vernos, la muy enganida y escullimada, entre carnes y enredos carnales, a nosotros -seres carnalísimos- a quienes tanto nos entusiasma andar con las manos en la artesa, rebozados entre chichos o jijos o chichas y costillas varias.

No me digáis que no es un placer -de dioses y diosas- embadurnarnos los dedos mientras le metemos mano al pellejo o la pelleja que reviste el botelo, mientras lo desgarramos, que es así como se zampa botillo, como cuando Don Quijote se entretenía con los cueros u odres de vino, que para mí tengo parecidos a los botillos.

Yantemos, pues, botillo sin remilgos porque en este manjar, matrio y alegórico, siempre podemos encontrar un trozo de gloria, bendida, claro está. Y dejémonos de esas puterías fast food, rápidas y colestelóricas, que a toda costa pretenden "encalomarnos", con el tocinamen subido por el tejado de los abusos y la desfachatez.

No en vano, sabemos que el botelo ha sido pitanza de númenes divinos en ágapes y fiestas religiosas, festines jacarandosos, farras a todas margaritas... Se cuenta, incluso, que la alta aristocracia, tan refinada ella, se relame las uñas de las manos con esta delicia. Algunos le dicen rey supremo, príncipe de la gastronomía del Bierzo. Y a otros nos parece cuerpo de Cristo o de Madonna, encarnación arrebatadora, amor apasionante, deleite en Re Mayor.

miércoles, 16 de febrero de 2011

Extraños en un tren, de Hitchcock


El próximo viernes, día 18, cita con Extraños en un tren en la capital del Bierzo Alto. Os esperamos. A las ocho y cuarto de la tarde.

Después de probar con el color en La soga -y no quedar del todo satisfecho-, el maestro vuelve al blanco y negro y al tren como escenario de privilegio. Si es que un tren da mucho juego, no sólo cinematográfico sino literario (ahora que recuerdo hay incluso unos premios que se conceden a relatos ambientados en un tren).  
Gran partido le saca el director a los planos, digamos simbólicos, de los raíles. Puede que los caminos (de los personajes) se separen.

Basada o inspirada en la novela homónima de Patricia Higsmith (que por cierto no he leído, luego no puedo decir aquello -tan manido y absurdo- de que la novela es mejor, o aun peor, que la peli, pues son lenguajes diferentes aunque complementarios), Extraños en un tren nos propone un juego diabólico, un asesinato (obsesión del mago) por partida doble. O mejor dicho, un intercambio de asesinato (algo habitual y recurrente en el cine del genio del suspense). Quien comete el crimen y quien hubiera podido cometerlo. 
El doble, una vez más, tan presente en la literatura y el cine de terror. La personalidad escindida o doble personalidad, tan común en trastornos psicóticos y en bipolares, entre otros. Jekyll y Mister Hyde. Luz y sombra. 
El lado sombrío y pútrido del ser humano/animal aflorando en todo su esplendor. El subconsciente pervertido haciendo acto de presencia en la escena. Un solo personaje pero partido en dos. Algo así como aquella ocurrente idea de Buñuel de que un mismo personaje fuera interpretado por dos actrices, tan dispares en lo físico como Ángela Molina y Carole Bouquet (véase Ese oscuro objeto de deseo).

En esta cinta de Hitchcock vemos un pacto perverso entre "caballeros", acaso de dudosa moralidad, al menos uno de ellos, que sí está dispuesto a cumplir con lo acordado, cargándose a la mujer del Otro, porque en realidad es un psicópata. Un pacto o trato que me hace recordar, salvando las distancias, a los feriantes de ganado, que en este caso pretenden serlo -al menos uno de ellos, insisto-, de seres humanos. Qué terrible.

Aunque Hitch eligió esta novela (difícil de adaptar según Truffaut) no quedó convencido con el guión adaptado que le propuso el conocido escritor de novela negra, el estadounidense Raymond Chandler (véase/léase El sueño eterno). De hecho, se ha criticado a menudo la debilidad del guión, y aun la falta de credibilidad o fuerza interpretativa de los actores protagonistas. Sin embargo, hay quienes la consideran una obra maestra (para gustos se hicieron los colores, en este caso blancos y negros) precisamente por su fotografía y por la audacia de algunos de sus planos, por ejemplo, los travellings de unos pies que caminan en un sentido y de los que caminan en el opuesto (hasta que los protas se encuentran dentro del tren), los mencionados planos de los raíles, el espectacular plano de un estrangulamiento visto a través del reflejo en las gafas de la víctima, y aun la arriesgada secuencia final en el desbocado tiovivo (los caballitos, que decía cuando era un rapacín. "¿Cuando me vas a llevar a los caballitos del Cristo de Bembibre?", solía preguntarle a mi padre con insistencia).

Cuenta Hitch que el hombre de la feria o feriante (no en balde al principio cité a los feriantes), quien se arrastra bajo la plataforma del tiovivo dislocado, llegó a arriesgar su vida en el rodaje. Así se las gastaba el director de La ventana indiscreta (que veremos en la siguiente sesión).

No os la perdáis.

martes, 8 de febrero de 2011

La soga, de Hitch

Este viernes, día 11, a las 20h 15, en el Benevivere, pasaremos La soga de Hitchcock.

La soga o El asesinato como una de las bellas artes (léase la obra del opiómano y filósofo Thomas De Quincey). El  crimen perfecto o casi. Característica obsesión y/o motivo recurrente en el cine de Hitchcock. No hay asesinato perfecto si alguien se encarga de tirar de la soga, de la cuerda, de la manta. No obstante, los protas de La soga están convencidos de que, gracias a su elevado nivel intelectual y estimulados por las teorías de su profesor acerca del superhombre nietzscheano, lograrán ejecutar un plan perfecto, sin que nadie pueda descubrirlo. 
Una vez más, Hitchcock nos somete como espectadores a una prueba de fuego, con la consiguiente tensión y suspense: ¿alguien conseguirá desentrañar el entuerto?

La soga (en su versión original titulada Rope) se basa en un hecho real, el asesinato de un hombre a manos de dos compinchitos, convertida en una obra de teatro, que luego el maestro Hitch decide llevar a la gran pantalla en 1948, no sólo como director sino como productor. 

Se trata de su primera peli en color, y un auténtico desafío técnico, un experimento para el genio del suspense, que no acaba de convencerle del todo. 
“Creo que no está todavía resuelto el problema de la iluminación del cine en color”, le dice Hitchcock a Truffaut en sus míticas conversaciones recogidas en un libro imprescindible, El cine según Hitchcock, para entender su obra.  
“De dónde vienen todas esas luces”, se pregunta Hitch, como si quisiera darnos a entender lo artificioso que resulta el cine.

En la actualidad, desde hace años, la iluminación del cine en color no sólo está resuelta, sino que se han realizado pelis realmente hermosas desde este punto de vista, cuya estética nos cautiva y aun nos hipnotiza, como es el caso del cine de Greenaway o de las espectaculares cintas de Saura, véanse Tango o Goya en Burdeos, cuya foto corresponde al italiano Vittorio Storaro, uno de los mejores iluminadores de cine del mundo.

En La soga, el maestro de la intriga se plantea la posibilidad real de rodar esta peli de manera similar a como se desarrolla la obra de teatro, en que está basada. Y decide que la técnica y acción de misma serían igualmente continuas y no habría ninguna interrupción en el transcurso de la historia, que comienza a las 19h 30 y se termina a las 21h 15. Entonces a Hitch se le ocurre la arriesgada idea de rodar la totalidad de la peli como si se tratara de un solo plano-secuencia en tiempo real, lo que en un principio iba en contra de su teoría acerca de la fragmentación del espacio y las posibilidades del montaje para contar visualmente una historia. Y además resultaba imposible, debido a que la cámara sólo podía grabar diez minutos seguidos.
Por tanto, se las tuvo que ingeniar para hacer varios cortes, sin que en principio se notara esto. 
Lo resuelve, asegura el director, haciendo pasar a uno de los personajes delante del objetivo de la cámara para cerrar en negro en ese momento. 
Otro inconveniente que se le planteaba era cómo resolver los cambios de iluminación desde que comienza la acción con la luz del día hasta su finalización a la noche, con una puesta de sol, pues tras el ventanal del apartamento en que está filmada la peli (puro decorado) se deja ver la ciudad de Nueva York -con sus rascacielos y unas nubes fabricadas con fibra de vidrio-, construida como maqueta de forma semicircular y cuya superficie es tres veces mayor que la del decorado propiamente dicho para proporcionar el efecto de perspectiva deseado.

Lo cierto es que Hitch se lanzó a la aventura con las consabidas dificultades de cámara y de luz, aunque filmó la peli teniendo en cuenta un montaje previo, manteniendo el principio del cambio de proporciones de las imágenes en relación a la importancia emocional de los momentos dados.

La Soga, a pesar de sus innovaciones técnicas para la época, resultó ser un éxito de público y de crítica. Y gran parte del presupuesto de la peli se lo llevó el actor-estrella James Stewart, que se me antoja soberbio.



viernes, 4 de febrero de 2011

Náufragos, de Hitchcock


 
Hoy viernes, a las 20h15, se proyectará Náufragos en el Benevivere de la capital del Boeza. Nos os la perdáis.

El guión de Náufragos parte de un relato del escritor Steinbeck (conocido por su excelente novela Las uvas de la ira). No obstante, Hitchcock realiza su peculiar adaptación al cine, con la introducción, por ejemplo, de un personaje definitivo en la trama, como es el alemán.

Si en anteriores proyecciones (véanse 39 escalones, El agente secreto o Sospecha) aparecía el tren como escenario privilegiado y como motivo recurrente en el cine de Hitchcock, en Náufragos es un bote el espacio único en que se desarrolla esta película, que data de 1944 sobre un grupo de supervivientes a la deriva, después del hundimiento de un barco norteamericano y de un submarino alemán.  
Estamos en plena Guerra Mundial.  
“Era un microcosmos de la guerra”, le asegura el director de Psicosis al cineasta francés Truffaut en ese libro mágico que es El cine según Hitchcock.

Hipnotizados por las olas, el maestro comienza mostrándonos, en primeros planos, varios objetos flotando en el mar, incluidos unos naipes y un tablero de ajedrez, y aun un hombre de espaldas, ahogado. Luego se abre el plano y vemos a una mujer de aspecto inmaculado, fumando en una barca. Tira el pitillo al agua y se pone a filmar, con su cámara, a uno de los náufragos, que se va acercando a la “chalana”. 
Y a partir de esta situación, el maestro de la intriga logra realizar una película que trasciende el marco de Segunda Guerra Mundial, en el que se desarrolla, para contarnos una intensa historia de personajes, con sus tensiones y enfrentamientos, con sus miserias humanas, en definitiva, embarcados todos ellos, después del naufragio, en un bote salvavidas. 

El director retrata, de un modo magistral, la condición humana a través de este diverso y abigarrado grupo de náufragos, entre los que se halla desde una periodista (excelente interpretación de la actriz) hasta el capitán del submarino alemán, pasando por una enfermera, un marinero herido o un camarero, entre otros.

Se trata, por tanto, de una película de personajes llevados a una situación límite, con sus miedos, odios, traiciones, hambre, etc., a partir de la cual surgen los conflictos psicológicos y dilemas morales. Un ejercicio arriesgado, pues está íntegramente filmada en un estudio (aunque no lo parezca)  y desde el interior del bote, empleando fundamentalmente primeros y medios planos, lo que nos aproxima a los personajes.

A partir de este escenario asfixiante, claustrofóbico (el bote), Hitch consigue sumergirnos como espectadores en una tensión dramática, que va creciendo a medida que avanza la película hasta el clímax o estallido final (y nunca mejor dicho). 

Náufragos me recuerda, cómo no, a El Ángel exterminador de Buñuel. No hay más que encerrar a un grupo de personas en un espacio para que, transcurrido el tiempo, surjan todo tipo de conflictos.  Y acaben todos a la vil patada.