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viernes, 26 de marzo de 2010

Gaudí en el Bierzo, en Astorga, en León, en el universo




Ahora que estoy en León, veo a Gaudí por todos lados, su monumento, la casa de Botines... incluso lo siento en Turquía, país que visitaré, o mejor dicho, revisitaré en breve.


Quedan ya pocos días para que viaje a Estambul, una vez más. Y pienso en Gaudí, en la Capadocia, en la primera vez que fui a este país... en tantas y tantas cosas...


Gaudí, que era un ermitaño y se sentía atraído por la vida ascética, es probable que hubiera vivido encantado en la cueva de San Genadio, en el Valle del Silencio, en ese Bierzo hecho para ser soñado más que para ser contado. Y seguramente se inspirara en el paisaje lunar de Las Médulas para llevar a buen término sus construcciones, esos edificios que parecen tocar el firmamento, en esa su ascención a la gloria eterna. El fulgor místico parece impregnar toda la obra de este genio universal.
Si uno se queda contemplando el singular y cinematográfico paraje berciano, desde el mirador de Orellán, te entran ganas de levitar. Es como si flotaras en la inmensidad del espacio, desafiando la ley de la gravitación universal, absorto en un espejismo, aura de embrujo y fantasía, en medio de una onírica y hermosa plasticidad.
El paisaje medular berciano, aunque único, tiene cierto parecido con el “Valle Rojo” de la Capadocia. Y esta región turca, cuya extensión se aproxima a la del Bierzo, también pudo haber servido de inspiración al renombrado arquitecto catalán.

Juan Goytisolo, en su libro “Aproximaciones a Gaudí en Capadocia”, nos cuenta que Gaudí, como el gran Cervantes o el atormentado Goya, buscaba la España profunda, la España negra, y seguramente la llegó a encontrar en las vetas ocultas del mestizaje mudéjar.

Por cierto, me llevaré bajo el brazo, en la maleta quizá, este libro cuando viaje a la Constantinopla bizantina.


El mestizaje como alimento espiritual. El “espíritu” como algo que debemos recuperar en esta época abrasada por un capitalismo salvaje y un consumismo estúpido. La espiritualidad frente al materialismo grosero que nos invade. La sensibilidad y la verdadera inteligencia frente a un pensamiento único, totalitario, ramplón, terrorífico. Incluso el arte se está convirtiendo en un sucedáneo, en una chapuza.

También sabemos que a Gaudí le atraían los templos hindúes y los minaretes de las mezquitas árabes. Le fascinaba, en definitiva, el espacio físco y cultural del Islam. Su único viaje de juventud, al parecer, fue a Marruecos. Y no a la Capadocia, como uno pudiera llegar a creer.

Quien visite el valle de Göreme, en la Capadocia, se percatará de que Gaudí estuvo dándose una vuelta por allí. Y se quedó embebido con el sabor de los hongos y el color de las chimeneas fungiformes en donde habitan los trogloditas -esa estirpe inmortal, como nos dice Borges- y algunos anacoretas fugitivos.

Gaudí, que tenía algo de hombre cavernario y mucho de cenobita, fue capaz de devolver la naturaleza al arte. Y transformar éste en algo sublime.

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