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lunes, 8 de febrero de 2010

Woody Allen

El cine de Woody Allen me sigue enganchando, tal vez porque pone en escena los grandes temas que preocupan a los humanos, demasiado humanos: Dios, el amor, la muerte, y encima los trata con gran sentido del humor. 
Woody Allen. Foto: Cuenya
En realidad, sólo hay dos temas, el amor y la muerte, decía Juan Rulfo. El amor, la muerte y las moscas, añadió Tito Monterroso.
Aunque a veces Allen nos cuente la misma historia, película tras película, con variantes, eso sí, resulta de igual modo interesante y graciosín. El propio tipo se me hace como de tebeo, de chiste.
Ahora los ponferradinos, así como el resto de bercianos, tenemos la ocasión de ver algunas de sus cintas en la Filmoteca de Caja España. Hoy, en concreto (casi ayer por la hora) se proyectaba La rosa púrpura de El Cairo, cuya prota, la siempre convincente Mia Farrow, se enamora locamente de un personaje fílmico, puro mito platónico y cavernario.
El ciclo continuará con la proyección de Balas sobre Broadway, Desmontando a Harry (genial en su "autográfica" interpretación desenfocada) y La maldición del escorpión de Jade. Una semana Allen para los amantes de este singular y estimulante cine. Siento predilección, no obstante, por películas suyas como Manhattan, Annie Hall, Días de radio o Match point. Y ahora que en Ponferrada le rinden culto, me acuerdo que, una vez, llegamos a creer (más bien imaginar) que Allen podría venir a Ponferrada, cuando había una Escuela de Cine.
Si al geniecillo judío de Brooklyn le pareció que Oviedo es una ciudad exótica, o pueblo ancestral, como un cuento de hadas, con Príncipe y Princesa incluidos, por qué la capital del Bierzo no podría resultarle un lugar fuera de serie, con castillo templario incluido.
Corría el año de 2002 cuando a este neoyorkino neurotiquín, que dejó el psicoanálisis para tocar el clarinete en lunes de noche, le concedieron el premio Príncipe de Asturias de las Artes.
A decir verdad, a este director y jazzman se le ocurren cosas ciertamente ingeniosas, porque decir que Oviedo es una ciudad exótica no deja de ser una “boutade” con mucha sorna. A uno, a menos, nunca se le hubiera ocurrido que Oviedo es una ciudad exótica, como un cuento de hadas. Pero es que uno no tiene el ingenio ni la chispa de Woody.
Viví durante cinco años en la ciudad vetustense y confieso que nunca se me apareció ningún ser sobrenatural, quizá alguna Caperucita, y hasta puede que alguna princesita, que en mi torpeza juvenil, de estudiantín "apalominado", no llegué a re-conocer. Ahora que lo pienso, en serio -qué cosas tiene esta vida-, sí tuve la suerte de toparme con alguna “carbayona”, o mejor dicho, con una perfumada y sensual rapaciña, espabilada y cariñosina. Lo cual no está nada mal de cara al cuento en que vivimos. Muchos besitos tiernos y amorosos (un guiño más y mejor) para aquella chica maravillosa.
Exóticas, por lo demás, se me antojan ciudades como Cuernavaca, Brujas o Taormina, por poner algunos ejemplos que ahora me vienen a la chola, pero a Oviedo no se me ocurriría incluirla entre ese tipo de ciudades. Es evidente que cada cual tiene sus gustos y sus percepciones acerca de la realidad. Es como si me diera por decir que Ponferrada se me aparece -que se me aparece, manda-manda- como la ciudad austríaca de Insbruck en días en los que la nieve cubre la Sierra de La Guiana. 
Woody Allen, a quien tuve la ocasión de ver, una vez más, en el Hotel Reconquista de Oviedo, es un tipo asustadizo, huesudo, blanco como la leche de las vacas pintas, que no cree absolutamente en nada, salvo en su hijita pequeña, que acostumbra o acostumbraba a cargar en brazos, incluso en las reuniones, como pretendiendo defenderse de algo o de alguien. Un mecanismo defensivo como cualquier otro. La risa, en ocasiones, también funciona como un mecanismo defensivo. Es una forma de calmar el nerviosismo interior.
Allen, además de uno de los mejores cineastas de nuestro tiempo, es un ser extraño, tímido tal vez, obsesionado con el sexo y la muerte, el eros y el tánatos, como bien nos dijera el doctor Freud.
La vida, en realidad, no es más que sexo y muerte, bueno, con sus variaciones y tonalidades, como las que existen entre el blanco y el negro.
Al parecer, y como ya dije, hace tiempo que Allen cambió el psicoanálisis y sus musas por el clarinete y sus hijas. El clarinete y sus hijas como terapia a sus neurosis de urbanita empedernido. Bueno, ahora ya sale de Nueva York y viaja mucho por el mundo. Hace tiempo que Allen toca el clarinete en un local de noche todos los lunes, incluso cuando la Academia lo invita a recoger algún Oscar, que no "apaña". Sorprende, todo hay que decirlo, que haya venido por este premio de las Artes, de manos de nuestro Príncipe encantado, habida cuenta de que Woody es un ser decreído, ateo. 
Y luego nos quedamos boquiabiertos cuando rodó Vicky Cristina Barcelona en la Asturies matria querida, regada (a la peli, me refiero) con vinos del Bierzo, casi ná moná. Cómo se pondría de motorola la fotosensualoide Scarlett, con sus morritos de catadora de vino y sus poses de femme fatale y mantis religiosa. 
Foto: Cuenya
La primera vez que tuve la ocasión de estar cerca de Allen fue un lunes 24 de julio del 95 en el Michael’s pub de Nueva York, que nunca olvidaré. Luego del concierto, con la New Orleans Band, salió por "la puerta falsa" como un gánster asustado, intercambió unas palabras con algunas gachises fanáticas, y se perdió en una limusina negra en la estrellada noche neoyorkina. En este pub neoyorkino tocó durante 25 años. Y desde hace algunos años toca o tocaba, al parecer, en el café-club del hotel Carlyle. La segunda vez que lo vi fue en el Teatro Monumental de Madrid (año de 1996)con su banda jazzística. La tercera debió ser en la Vetusta de Clarín, y la cuarta en A Coruña (hace dos años) en otro concierto. Hasta siempre.

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