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martes, 11 de agosto de 2009

Oye, acere, ¿qué volá?

Oye, acere, ¿qué volá?, es una típica expresión habanera utilizada por Pedro Juan en Trilogía sucia de La Habana. Con voz de ron, untada de sexo, este escritor, polifacético en sus variopintas tareas, nos adentra en los subterráneos de una ciudad que los turistas ni se imaginan. Algo que también nos cuenta en El rey de La Habana, por ejemplo. Y es que Pedro Juan son muchos pedritos, como él mismo escribe en Melancolía de los leones, “pedro el grande sigue procreando cada día más pedritos y los otros pedritos no se mueren”. Buenas raciones de sexo y algunas dosis de ron siempre ayudan a soportar la vida. Su existencialismo está a prueba de bomba: “A los cuarenta todavía está uno a tiempo de abandonar la rutina, el agobio estéril y aburrido y comenzar a vivir de cualquier otro modo. Sólo que casi nadie se atreve”. “… a la vez voy envejeciendo. Y descubro quew pierdo capacidad de cinismo”. Hay que tener alma de gaucho y corazón de nómada para vivir como a uno le da la gana, con la libertad puesta más allá del horizonte, sin rendir cuentas a los demás, ni siquiera a uno mismo, dispuesto a romperse y rehacerse una y mil veces, antes de que los gusanos le entren a la carne, antes incluso de que dejen al margen del sistema grosero y acaparador, caníbal, que se encarga, como siempre, de meternos en vereda, encauzarnos, y todo eso que ya sabemos. Pedro Juan nos invita a conocer de verdad La Habana, ese lugar deseado por tantos y tantos turistas en busca de sexo fácil y ron barato, esa ciudad poblada de jineteras, algunas licenciadas, otras en busca de un cacho de pan, porque para vivir en un sitio así hay que armarse de valor, inventarse cada día, que dicen los habaneros, para conseguir algunos fulas, ahora pesos convertibles, que te ayuden a sobrevivir en medio de una fauna a veces grotesca, entre la que se encuentran los chivatos, disfrazados de amigos, amantes y otros, que pueden dar con tus huesos en algún agujero, y ahí se acabó tu libertad y todas tus ilusiones. La Habana que nos enseña Pedro Juan resulta increíble por momentos, pura ficción, mas sentimos que es real, con sus olores y su decadencia, sus personajes en busca de sentido, en medio de un sinsentido, dispuestos a hacer lo que sea con tal de sobrevivir, porque “la ética del pobre es amar a quien tiene dinero y ofrece alguna migaja… El pobre, o el esclavo, da igual, no puede complicar demasiado su moral, ni ser muy exigente con su dignidad, so pena de morirse de hambre”, escribe el autor con una lucidez extraordinaria. Descreído, incluso nihilista, Pedro Juan nos cuenta que el amor es una mentira, que el dinero es un pájaro volando, que pudre cualquier significado, añade este menda, y la salud se arruina en un minuto. No caben filosofías ni éticas, cuando de lo que se trata es de comer, al precio que sea, y todo tiene un precio, el que tienen que pagar los cubanos, la mayoría, por vivir en un país así. Conviene no olvidar que una minoría, digamos selecta, elegida a dedo por el régimen, vive de otro modo, como siempre. Y los artistas, por lo general, suelen ser unos afortunados porque ellos y ellas suelen gozar de privilegios no permitidos al común de los mortales. Aún recuerdo a la actriz Mirta Ibarra, viuda de Titón, viajando desde La Habana a Madrid. Si uno no atenta contra la revolución, nada pasa, porque lo sagrado en Cuba son los principios revolucionarios, caducos desde tiempos ha. No obstante, el ateísmo revolucionario ha dado algunos frutos. ¿Pero cómo sería este país y sus paisanos si cambiara de régimen? Entonces Pedro Juan tendría que inventarse otra Habana. Y es que el hombre no está hecho para la derrota, según Hemingway. “Un hombre puede ser destruido pero no derrotado”. Por eso Pedrito nos dice que no se puede bajar la guardia. “Por ese me noquearon aquella vez –se despide el autor de Trilogía sucia en La Habana-. Por bajar la guardia”.

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